Cada año esperamos con ansias que se anuncien a los nuevos ganadores del Grammy y el Grammy Latino. Es como si tuviésemos la necesidad de que alguien —no cualquiera, sino alguien con autoridad— validara nuestras preferencias musicales. Entonces, cuando sucede, podemos decir que nuestro artista favorito es bueno, porque tiene uno o más premios que lo comprueban. Y si no sucede, arremetemos contra los jurados tácitos por miopes, necios o incluso vendidos.
Lo cierto es que no debería importar tanto. Basta con revisar un poco su condición para darse cuenta de que el Grammy es un premio venido a menos y cuya única relevancia proviene de la que nosotros como público le otorgamos. Por si fuera suficiente, incluso este valor va disminuyendo con el paso del tiempo.
Para demostrar nuestras palabras, en esta breve nota vamos a hacer un rápida inspección al Grammy, una de las premiaciones más polémicas de la industria cultural y del entretenimiento. El objetivo es sencillo: darle pistas a usted, hipotético lector, para que sepa qué representa el Grammy para la música y decida qué valor debería darle.
¿Quiénes son los que votan en los Grammy?
El primer punto es sencillo. La Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación está integrada por tres tipos de miembros: asociados, estudiantes y los que cuentan con derecho a votación. En este último grupo están aquellos que más pesan y para pertenecer a él es indispensable cumplir con los siguientes puntos.
- Dos recomendaciones sólidas de colegas de la industria musical.
- Prueba de un enfoque profesional principal en la música, que incluye, entre otros:
- Promoción y marketing activo
- Premios y honores.
- Presencia en línea establecida y comprobada.
- Materiales de prensa como entrevistas, aspectos destacados, reseñas de medios relevantes.
- Sistema de apoyo profesional (es decir, gerente, agente de reservas, publicista, etcétera).
- Tener créditos verificables en doce obras distribuidas comercialmente y que pertenezcan a una sola profesión creativa. Al menos uno de esos créditos debe estar dentro de los cinco años anteriores. Además todas las pistas deben estar disponibles comercialmente en Estados Unidos.
Evidentemente, con todas esas trabas hace falta tener muchos años dentro del medio para poder siquiera aplicar. Bueno, mejor para la Academia, lo exclusivo y secreto es lo que más llama.
Como sea, cuando por fin alguien cumple los requisitos y es aceptado, paga los 100 dólares al año que cuesta la membresía y listo, ya tiene el derecho a votar. ¿En toooodas las categorías? No, solamente en aquellas categorías que se supone son su área de experticia.
Vaya, vaya. Hasta este punto queda claro que aquellos que eligen a los “mejores de las industria”… son los “mejores de la industria”. No hace falta ser un erudito o un certificado crítico musical imparcial, solo debes cumplir con ciertos estándares de éxito como artista o técnico musical. Habiendo alcanzado el puesto, nadie te preguntará por tus motivos ni argumentos para que te hayas inclinado por una u otra propuesta.
¿Cómo es que se realizan las votaciones?
Antes de cada edición de la ceremonia de premiación, los miembros de la Academia con derecho a voto, los asociados y las principales empresas discográficos tienen la capacidad de nominar artistas. Luego de que la información es recibida por la organización, los expertos se encargan de organizarla en las categorías que finalmente vemos por la tele. Esta parte es crucial porque define qué premios podrán ser entregados o no, tal como pasó en 2019, cuando se eliminó la categoría Flamenco, puesto que no llegó al mínimo de 25 candidaturas.
Una vez que son publicados los finalistas, le corresponde solo a los miembros votantes —duh— elegir a alguno de ellos y enviar su voto. En un vago intento de transparencia, la Academia deja esta parte final del proceso a una entidad independiente, quien hace el recuento de los votos.
Así, tras varias semanas de organización e increíble parafernalia, podemos ver en nuestra pantalla a los presentadores nombrar a los “afortunados” que se llevan el premio a mejor amigo de la industria musical en ese año y en su respectiva categoría.
Los Grammy: ni siquiera un concurso de popularidad
En términos prácticos, el Grammy —y de paso también el Latin Grammy— es como esos concursos de popularidad que hacen en el colegio un grupo de chicos y chicas para reafirmar ante los demás que son los más populares, a veces sin siquiera serlo —tenemos los casos de artistas de la talla de Bob Marley, Janis Joplin, The Who o Led Zeppelin que, estando en la cúspide de su carrera, no recibieron jamás este premio.
«Creo que los Grammys no son más que una máquina gigantesca de promoción para la industria de la música», dijo Maynard James Keenan, líder de Tool, en una entrevista a NY Rock en 2002 y explicó: «Se dirigen a un público de inteligencia baja y alimentan a las masas. No se dedican a honrar las artes o las creaciones de los artistas. Es el negocio de la música celebrándose a sí mismo, eso es básicamente de lo que se trata».
Quizás Maynard exageró diciendo lo del “público con inteligencia baja”, pero, en vista de lo expuesto hasta aquí, no se puede negar que su posición es bastante acertada. No hay ningún honor en recibir este trofeo. Si acaso algo obtiene el artista de esto es cierto status ante la mirada de los demás y la esperanza de aumentar sus ventas y reproducciones.
¿Entonces todos los artistas que ganan un Grammy son unos “sintalento” beneficiados de un intrincado sistema de exposición y marketing?
No necesariamente. Un artista que recibe el Grammy puede llegar a tener un gran talento que es justo que sea recompensado. Eso no se discute. Lo importante radica en tener en consideración que el Grammy no es un reconocimiento al mérito artístico, no está configurado ni concebido para ello.