Las duras madres del rock

Por Nardil

Mi madre, muy animosa por la reforma de la casa, comentó que alguna vez, hace ya algunos años, mi hermano se había puesto manos a la obra desde muy temprano en la mañana de un día sábado; él estuvo en el patio por varias horas muy ocupado. Al final, le mostró a mi madre la reforma recién hecha en la lavandería: le había renovado el piso y colocado un pequeño vaciado bajo los lavatorios para estar más cómodos al usarlo. Mi madre se puso feliz y contenta; muy orgullosa, comenzó a alagar la buena mano de obra de su héroe; y éste, muy feliz, le respondió: «Serían 15 soles». El recuerdo la hizo llorar a la pobre.

De algún modo, era más fácil lidiar con las decisiones de reforma cuando estaba Julio. Ahora, sólo dos mujeres debatiendo, y ambas tercas…

Les presento a doña Petronila y su temporada de colores fríos:

– Azul –comunicó decidida el color del muro.
– ¿¡Azul!? Es un color muy frío.
– Tú y tus cosas ¿cómo un color te puede dar frío?
– Vivimos en la Sierra, estamos en temporada de frío. No quiero llegar a casa y que me haga.
más frío que en la calle.
– No quiero esperar, y ya compré la pintura, qué tontera eso del frío.
– Ya bueno ¿y qué azul es?
– Azul Ártica.

Nunca hemos estado de acuerdo con la señora Petronila, desde cómo se fríe un huevo hasta mi plan de vida (sí, en eso también se mete llenecita de toda la razón). Después de abocar a todas las razones estéticas y hasta psicológicas, aceptó un verde, al menos.

– ¡Bueno, ya! ¿Qué verde? –preguntó muy indignada por el cambio de decisión.
– El verde que quieras, pero no un Esmeralda como el de arriba, ese no es verde.
– ¡Ay! ese color lo elegí yo, y sí es verde ¡verde eléctrico!
– Eso no existe, lo que hay es «azul eléctrico».
– No, era «Verde Eléctrico».

He tenido que asumir que su «verde eléctrico» fue sacado de una base de «azul Eléctrico» para perdonarla; y sí, eso había pasado. Fuimos a la tienda de pintura, y he acá un consejo para todos: si ya eligieron un color, cual sea que fuera, no vuelvan a ver el catálogo y ¡menos de los tonos afines! Fue mi error pedir el catálogo para mostrarle a Petronila el verde que compraríamos y ella observó…

– Muy claro, quiero este de acá a lado que me parece mejor. –Parecía empecinada con los colores oscuros.
– ¿No te parece muy opaco? se supone que quedamos en evitar el frío psicológico.
– ¡No me gusta lo que eliges! Mejor el azul. –Chistó.
– Ya, ya. Mejor un verde más oscuro pero no uno opaco.
– ¿¡Qué!?
– Mira estos dos azules –le mostraba–, cualquiera diría que ambos son oscuros, pero uno es intenso y el otro, más bien, es opaco. –Expliqué acudiendo a la teoría del color.
– Ya, entonces… este verde. –indicó escogiendo uno igual de oscuro.
– Ese es tan oscuro como las pizarras de escuela. Mejor este otro que va entre el verde anterior y ese tu verde oscuro. –Yo perdía la paciencia también.
– Ya, ya, ¡de una vez! estoy perdiendo mi tiempo en esto. Ahora, rodillos… ¿Qué tamaño?

Los rodillos también fueron otra discusión, pero duró menos.

Hasta el momento estoy pensando en escribir a las empresas de pinturas por lo difícil que es abrir sus baldes y las discusiones que puede generar eso en una familia con diversas herramientas a la mano, y donde predomina el matriarcado. Una vez abierto el balde de pintura, por fin, el rostro de Petronila cambió.

– ¡NO ME GUSTA!

Matizamos con el Azul Ártica de acabado mate que compró antes (ahora no sabemos qué tan lavable es la pared), pintamos cada una con el rodillo que eligió (la única manera de quedar bien respecto al tamaño de rodillo fue que cada una compre el rodillo que le acomodaba). Nos pusimos manos a la obra, y poco a poco la densidad de la pintura cambió junto con nuestro humor. Ella se quejó de que estaba muy aguado, luego de que se estaba
espesando y no corría. Se quejó de la banca que la sostenía, del rodillo que escogió, de la brocha para las esquinas (mil veces en media hora), se quejó de Polo, Celima, Telefónica, Humala, y estoy segura que se quejó de la Ley de la gravedad.

Finalmente, todo pintado, el color nos gustó y el acabado también. La calma, después de toda la tormenta, llegó junto al crepúsculo y un buen café mientras observábamos satisfechas nuestro logro.

Yo sentí el dicho «Las paredes tienen oídos»; pues, aunque signifique algo distinto, sentía que con cada pase de pintura tapaba el sonido de ecos distantes en los que predominaba la voz de mi desaparecido hermano; tal vez sea por el recuerdo de Petronila en el desayuno, pero era claro que en los muros aún se guardaban cosas suyas como los insectos que mató, rastros de una huella enorme de zapato, una línea fugaz de gotas de pintura de cuero, clavos que clavó y un sin fin de insignificancias más. No sé si será bueno pero fue un paso más para sentirlo sin nosotros; sin embargo aún siento, y no sé hasta cuándo sentiré, que está de viaje y mejor si se demora en retornar porque no nos llevábamos muy bien últimamente, pese a que nos entendíamos y pensábamos muy similar. Tal vez para extrañarnos. Y un recuerdo muy pertinente a este largo relato me vino a la mente; fue
cuando él tenía 9 años, yo 5, y mirábamos a Queen en la tele:

– ¿Sabes cómo se llama esta canción en español? –me dijo con los ojos brillantes de emoción.
– Ah, ah… –miraba con curiosidad a ese cantante por primera vez.
– ¡»Ata a tu Madre»!
– ¡¡Yeeehhhhh….!!

Tocaban Tie Your Mother Down, no era que queríamos atar a nuestra mamá, pero de algún modo supimos que un “mayor” nos entendía, alguien que también debía tener una doña Petronila de mamá. Y así, nos enamoramos de Freddie Mercury.