Cuando se reseña un festival pocas veces se habla del suelo. Solemos tener en cuenta a los artistas, el sonido, las luces, la comida, la bebida, la temperatura y hasta el olor, pero al suelo, no. Lo ignoramos, a pesar de su función fundamental: es, literalmente, la base de todo. Sucede que no tiene nada de especial. El piso de concreto es parte de nuestro día a día.
Muchas veces tampoco tomamos en cuentas las paredes. Están siempre ahí, limitando nuestro espacio, nuestra zona de movimiento, y no nos importa. Al fin y al cabo, nosotros solo miramos al frente. Pocas veces nos tomamos un rato para observar aquello que nos rodea. Pasa que no hay nada que ver. Solo muros como los de toda nuestra ciudad. A veces, ni eso. Solo telas enormes que impiden que nos colemos a donde no pertenecemos.
Perdemos conciencia de que existe algo más que un escenario y un grupo de personas maravillosas llamadas artistas. Y claro, tiene sentido. Algo fenomenal está pasando ahí. Pero también es porque nunca nos han enseñado a explorar el espacio. En cambio, no han adiestrado a solo mirar al frente, nunca girar la cabeza para los lados. Siempre firme y al frente. Sino desperdicias lo que te dan. Sino la estamos cagando.
Por suerte una vez el 2016 pude ir a un festival que cambió este errado paradigma. Bajé del bus en Oxapampa para encontrarme con un ambiente sobre cogedor. La fresca mañana restregaba su albor a mis ojos y la espesura verde contorneaba el horizonte. Llegué al fundo Cemayu y tras una rápida inspección me convencí que de noche ese sería un espectáculo.
En el medio del concierto mis ojos inquietos se desplazaban hacía todas las direcciones para poder capturar todo lo que sucedía en un solo instante. Aunque el show era el que se robaba la atención de la mayoría, tenía la certeza de que iba a hallar otros paisajes más singulares y valiosos. Así fue, y lo recuerdo aún en cámara lenta.
Levantaba la cabeza y veía un cielo con infinitos puntos blancos. Hacia los lados estaban los árboles, la vegetación imponente indicaba hasta donde llegaba el festival. A lo lejos, forzando ligeramente la vista, se distinguían los montes verdes sumergidos en opacidad. Separada de la masa aguardaban los demás espacios, las ornamentas, las personas disfrutando a su propia manera.
A donde sea que un mínimo de luz llegaba había algo con lo que distraerse. Curiosamente, gran parte de ello ni siquiera era obra humana, sino cortesía de la caótica naturaleza. Ella es, sin duda, la más grande aliada de Selvámonos.